NOVELA “TIEMPOS DE TENSIONES POLÍTICAS” Cándido Marquesán Millán. CAPÍTULO II

NOVELA «TIEMPOS DE TENSIONES POLÍTICAS»CAPÍTULO II

Son las siete de la mañana de un día muy frío del mes de diciembre. El Tio Rullo en la amplia y desordenada cochera de su casa, prepara junto con su esposa los aparejos de las caballerías para salir a llegar olivas en unos campos, propiedad de los Bernad, en la partida de la Torre Guitarte, que distan una hora aproximada a caballo. Sus cinco jóvenes hijas perezosas tardan en levantarse, por lo que es necesario que la madre las vuelva a llamar. Finalmente lo hacen. Mientras tanto los padres preparan el carro con todos sus pertrechos y engarzan los dos caballos, de nombre Lucero y General, ya viejos, que estaban semidormidos. Además de sacos para meter las olivas, llevan la alforja con los no muy abundantes ni variados alimentos. Son pan, amasado hacía una semana y que se guarda en una vacía tapado con una manta, unos trozos de tocino de veta, un pequeño cuenco con olivas, y el tonel con vino recio, denso que se puede cortar con el cuchillo, de la cosecha del año de las viñas del monte cercano de la Chumilla. En un gancho del carro cuelga el cenacho, hecho de esparto, que sirve de recipiente para el botijo, lleno de agua, recogida en los días de lluvia y reposada en la tinaja. Subidos todos en el carro, inician el largo trayecto; de vez en cuando se cruzan y sobrepasan a otros campesinos más pobres, que ni siquiera tienen carro, y que deben contentarse con una simple mula o burro, sobre el que atan un viejo y descorchado esportón, y que milagrosamente puede transportar a su amo. El frío es aterrador, muy inferior al bajo cero, típico de muchos inviernos de la comarca del Bajo Aragón. Al salir del pueblo, al inicio de una cuesta, en el flanco derecho de la carretera mal alquitranada, surge de repente un abrevadero helado y reluciente, en el que se reflejan los primeros y tímidos rayos del sol. Tras subir la cuesta la cuesta y llegar a la altura de la Cruz Cubierta, oyen a lo lejos los sonidos de la campana de la iglesia parroquial de Santa María; la madre, Dolores, se santigua y tímidamente emite una breve oración, que encoleriza y enrabieta al Tío Rullo, que fuera de sí, tras emitir un fuerte juramento, le dice a su esposa: -Eres tonta, cómo puedes rezar con toda esa cuadrilla de curas, frailes y monjas que no hacen otra cosa que chuparnos la sangre, y que están ahora, repatingaos en su cama, a lo mejor acompañados de una joven criada, mientras nosotros tenemos que ir a trabajar todos con este frío que llega hasta le médula.La esposa, media avergonzada y como pidiendo perdón, contesta:-¡Dios mío, Dios mío! No lo tengas en cuenta todo lo que está diciendo.El Tío Rullo, no replica más, como dando por perdida la partida y pensando que es inútil decir nada a las mujeres de la localidad, ya que todas están maniatadas por la influencia perniciosa de los curas, al haberles metido en la cabeza los rezos y los trisagios. Las hijas no se enteran de lo ocurrido y permanecen dormidas, en el reducido espacio del carro entre las mantas que utilizarían en las faenas del día. Sigue dándole vueltas a la cabeza a unos pensamientos que llevaba meditando hace mucho tiempo. Son las terribles injusticias a las que se ven sometidos la mayor parte de los campesinos, tanto en su pueblo como en el resto del país. Piensa que esta situación puede y debe cambiar y que en estos momentos, recién acabada la Dictadura de Primo Rivera, puede por fin llegar la ocasión para los débiles y olvidados de la fortuna, con la caída de la denostada monarquía y la llegada de la añorada república. Mientras tanto, a la izquierda de la carretera, entran un tortuoso y embarrado camino. Tras media hora añadida del cansado viaje por el traqueteo del carro, llegan y se disponen a emprender la dura y penosa tarea. Bajan las mantas, los sacos, y el padre coge unas varas para sacudir las olivas todavía dormidas en los árboles. Los caballos los sueltan del carro y los atan con una gruesa soga a un tronco de árbol semipodrido, ya conocido por las caballerías. La madre, entre tanto, lleva la frugal comida a un pequeño mas o cobertizo, para guardarla con esmero como si fuera un auténtico tesoro. Las hijas permanecen dormidas o se lo hacen, a pesar del horroroso frío, pero finalmente tienen que hacerlo, tras un sonoro grito de su progenitor. Estas cogen las mantas y las extienden debajo de dos frondosos olivos, que están repletos de fruto. El padre se sube en una frágil escalera, y desde ella empieza a pegar unos ruidosos y estruendosos golpes con la vara, para arrancar las abundantes olivas. Los golpes se dirigen a todos aquellos culpables de su pobreza y miseria, y le sirven para calmar su sempiterno cabreo y continúa malaleche. El fruto comienza a caer en abundancia y todo el resto de la familia lo recoge lo más deprisa que puede con las manos y lo deposita en un capazo. Lleno éste, cada media hora es vaciado en un saco con auténtico gozo, esperando que quizás se haga más corto el penoso y duro trabajo. A pesar del frío todos sudan y de vez en cuando beben agua, seguramente contaminada, en un brazal. Al mediodía han llenado 3 sacos.Por fin llega el momento más deseado del día. La comida. Extienden una vieja y recosida manta en una solana, y la madre corta un chusco de pan, un trozo de tocino, dejando el cuenco de las olivas en el centro de la improvisada mesa. Mientras la progenitora hace los preparativos del banquete, el padre coge el tonel con gran deseo, y en dos tragos lo dejó temblando. Durante la comida nadie habla ni piensa. Todos están absortos en la comida. La tarde aún siendo más corta, se hace igual de larga. Finalmente consiguen llenar los cinco sacos que tienen programados. De vuelta hacia casa, antes deben depositar el producto del trabajo del día en el molino de aceite de la familia de los Rivera. A la entrada se arremolinan una docena de carros y de caballerías, cada una con carga diferente. Mientras el malcarado y malhumorado escribiente toma nota del peso de las olivas, tras pasar por una vieja y destartalada báscula, los campesinos impacientes comentan las aburridas y repetidas vicisitudes del día. Estas monótonas y cansadas conversaciones son interrumpidas por el viejo y feo capataz de la fábrica, que lanza gritos a los trabajadores: Malimpleo el pan que os comis habiendo perros. Nadie se atreve a replicar ante semejante insulto, ya que se pueden considerar privilegiados de poder ganar 5 pesetas diarias durante los cuatro o cinco meses de la campaña del aceite, aunque la jornada de trabajo sea de 12 horas, sin descanso ni seguro alguno ante la vejez, el paro o la enfermedad. El pesador-escribiente de las olivas, tan desagradable como el capataz, realiza con parsimonia y apatía su trabajo. A cada uno de los agricultores le entrega un recibo, especificando la cantidad; que será cobrada en dinero o en especie, al final de la campaña. El rostro del Tío Rullo, muestra en silencio su descontento al leer su recibo de 300 kilos. Esperaba algunos más, y piensa que probablemente sean más, ya que cree, como otros muchos, que la báscula está trucada.Iniciada la marcha, suben por la carretera todos cansados y ateridos de frío encima del carro, y al pasar a la altura del Club, el Tío Rullo puede ver a través de unos cristales empañados, a la flor y nata de la sociedad hijarana; los grandes terratenientes, que se llaman a sí mismos patriotas, probablemente por sus grandes patrimonios: Damián Rivera, Pepito Estarán, Juan Muniesa, Fulgencio Monzón, Agustín Albalate; los médicos Luis Monzón y Román Espinosa: el director del Banco de Crédito, Víctor Puigdeval; el secretario del Ayuntamiento, Félix Téllez; el registrador de la propiedad, Salvador G. Atance; el secretario del Juzgado, Vicente Loren; el administrador de Correos, Leoncio Monzón; el comandante del puesto de la Guardia Civil, Lorenzo Santos; los farmacéuticos, Antonio Bossuet y Antonio Urrea. Beben alguna cerveza o vermut, echa alguna partida al guiñote, al julepe o al monte, o comentan lo buena que está la hija de la Roberta. Verlos y enfurecerse fue instantáneo. Y no puede resistirse a lanzar durísimas palabras contra ellos de la siguiente guisa: –Hostias, me cago en D. , que nosotros hayamos tenido que estar todo el día trabajando deslomados, mientras tanto toda esta canalla se está tocando los huevos. Esto tiene que cambiar de alguna manera. La esposa atemorizada le dice:– Cállate, por favor, que te pueden oír. Replica el Tío Rullo:–¡Ojalá me oyeran! Me cago en la madre que los parió.Así se acaba el diálogo familiar, con la última palabra emitida por el progenitor.Las hijas, Adela, Pilar, Carmen, Dolores y María, permanecían en silencio, sin entrometerse en la conversación. Pero en todas ellas iba calando la manera de pensar de su padre, a quien querían sobremanera y le tenían un gran respeto. Finalmente llegan a la casa, a eso de las seis de la tarde, en plena noche, como suele ocurrir a mediados de diciembre. Desenganchan los caballos, que están igual de cansados, y los meten en la cuadra que desprende un olor a estiércol que llega hasta las numerosas y espaciosas estancias de la casa. Cuelgan los aperos en unas gruesas escarpias clavadas en la pared. En este momento, la abuela María, vestida con unas sayas antiguas, de un color irreconocible, y con una toquilla cubriéndole la cabeza, con voz cariñosa, pero cansada les pregunta cómo se les había dado el día. La respuesta brusca del hijo es de cómo siempre. Una vez recogido todo, suben a la cocina que huele a humo e impregnada toda ella de hollín, y se apoltronan en torno al fogón, que la abuela había mantenido ardiendo todo el día, en el que ardían todavía unos troncos de latonero, y en los bancos adosados a la pared se precipitan con una postura indolente. La madre, junto con la abuela sacan, no se sabe de dónde un rosario, y con una mirada tímida, como pidiendo permiso, comienzan a rezar toda la sarta de Ave Marías, Padrenuestros y Glorias. El padre, dejándolo por imposible, no hace ningún comentario. Entre el sonido rutinario y monótono de las oraciones, el padre y las hijas dan rienda suelta a su imaginación. Aquel, liándose un cigarro con tabaco de cuarterón, se lo enciende con una brasa capturada del fuego y sigue dándole vueltas y más vueltas a las terribles injusticias a las que se ven sometidos la mayoría de los campesinos de este atrasado país. Las hijas piensan en algunos chicos del pueblo, que podrían ser un buen partido para un futuro, aunque lejano matrimonio, salida esperada y natural para la mujer en muchos momentos de la historia de España. Así permanecen todos, ya serían las ocho de la noche hasta que se acaba el largo y soporífero rosario; momento en el que la abuela indica que estaba preparada la cena, y que después de recalentarla un poco, se podía dar inicio a la última comida del día. Se arremolinan todos en torno a una vieja y desvencijada mesa, como si fuera un gran banquete. Una fuente inmensa, llena de patatas y col cocidas, muy bien aliñada con el suculento aceite de oliva. No hay más cubiertos que una cuchara de madera por cabeza, que deben hundir todos para capturar un trozo de tubérculo o de la insípida verdura, ayudándose de un chusco de pan. No falta el botijo de agua recogida en el aljibe de la casa, que se había deslizado por las canaleras desde los tejados en los días lluviosos del otoño. De la misma manera esta presente el tonel con vino, que era monopolizado por el padre, ya que beber el líquido de Baco por parte de las mujeres estaba mal visto. Cansados y desganados todos, no pueden terminar la fuente, cuyas sobras recalentadas se servirían para el almuerzo a la mañana del día siguiente. Retornan todos al fogón. La abuela, acompañada por su nuera, limpian las sobras de la comida, y recogidos los cubiertos los lavan en un pozal, lleno de agua, que había sido portada por las mujeres de la casa, en unos cántaros apoyados en un paño sobre la cabeza, de la fuente no muy lejana de la Plaza de San Blas. Acabada la ingrata tarea doméstica, se unen al resto de la familia, que hacía aproximadamente un cuarto de hora estaban sentados en los bancos en torno al fogón. Nadie habla, algunos duermen, otros se lamentan en silencio por esta vida monótona, aburrida y escasa de alicientes. Llegan las nueve y media en el reloj de bolsillo del padre, y a su voz todos se marchan a sus habitaciones respectivas, de techos altos, espaciosas, con muebles viejos, a tomar fuerzas para la tarea del día siguiente, que sería igual o peor. De esta manera viven, o mejor sobreviven, la mayor parte de la población de este triste pueblo.

Deja un comentario